Migrar siempre es una decisión radical, así lo hagas consiente o inconscientemente. Siempre estamos huyendo de algo, salvándonos de algo o de alguna manera, conservando la vida. El problema es que es muy duro admitirnos eso.

Cuando yo decidí migrar, por supuesto, no era consciente de cuán radical era mi decisión. Empecé a coquetear con la idea cuando tenía veintidós años y estaba trabajando en mi tesis para graduarme como Licenciada en Ciencias Políticas.

Maira Montilva, mi amiga, profesora y asesora de tesis, dejaba escapar de vez en cuando los bellísimos recuerdos que tenía de su maestría en la Universidad Católica de Chile, en Santiago. Yo, entre que la escuchaba y trataba de aterrizarla en mi trabajo, empecé a fantasear con una ciudad más austral, más intelectual y más moderna, que podía ser un gran estímulo para mi mente hambrienta.

Recuerdo de uno de mis tantos cafés con Maira.

Y llegó el día de la defensa. Un veinte mención publicación, sumado a los halagos de mis profesores, cambió la visión que tenían mis papás de mis aspiraciones profesionales. Durante el almuerzo con mi tutor oficial y mi siempre fiel asesora, logramos, entre los tres, que quienes siempre dudaron de mi futuro empezaran a verle el valor. Mientras se acababa el vino, Maira hacía prometer a mi padrastro que me pagaría el magister en la Universidad Católica, y estaba tan segura de que así sería, que ella misma se sumó al plan. Las dos viviríamos en Santiago en un futuro cercano, solo había que empezar a planificar.

Era enero de 2015 y aún faltaba un año y medio para el avión que me trajo finalmente a Santiago, pero allí, apenas llegó el tiempo de ocio típico de recién graduada, se me ocurrió una idea estupenda: iniciar un proyecto feminista. No crean que esta idea nació de la nada, yo fui tan feminista desde siempre que un profesor del bachillerato me mandó ver a la psicóloga de la institución para tratar mi patología reivindicativa.

Los Estudios de Género de la universidad solo le dieron nombre a este monstruo y me aseguraron a las compañeras perfectas para el puntapié de inicio. Como tenía tiempo y había privilegios, convoqué una reunión en mi casa y escribí en una pizarra: “Primera reunión de Proyecto Mujeres”.

Maira se unió más tarde a este proyecto, que yo pensé casi como un fanzine, pero que otras compañeras hicieron más grande. Nos inscribimos como fundación, hicimos nuestra primera gira de medios, organizamos nuestro primer evento y ejecutamos nuestra primera campaña; todo rápido, todo hermoso.

Mientras tanto, la idea del fanzine inicial se materializaba en una cuenta de Instagram en la que dejábamos constancia de todo lo que sentíamos: La virginidad es un mito, los “piropos” son acoso callejero, la píldora anticonceptiva es vital para la salud y libertad femenina y Venezuela es profundamente machista. En julio de 2015, Estefanía Reyes, quien hoy preside la fundación, consagró nuestra línea editorial con un “¿qué tal si hacemos un programa de radio?”

Junto a Estefanía Reyes, durante una gira de medios de Fundación Proyecto Mujeres.

No quiero extenderme demasiado en los logros de la Fundación Proyecto Mujeres (que es además mucho más grande hoy que cómo yo la dejé), pero quiero que sirva lo anterior para ilustrar lo activa que me sentía en Venezuela. Con Proyecto Mujeres yo era útil, tenía un propósito, ganaba algo de dinero con el programa de radio y hasta recibía ocasionalmente algún reconocimiento. Era el trabajo soñado.

Pero apenas llegó el título de la universidad se activó una cuenta regresiva: “¿Cuándo te vas?” “¿Cuanto te falta para irte?”. Entre mi emoción y la de mis papás, habíamos contado mi plan de migrar a muchas personas y ahora sentía que me estaban botando. Estaba feliz, estaba ocupada, pero todos los días sentía que ya pronto tendría que irme.

Fue así como deseché mi idea del magister en la Universidad Católica porque, como buena alumna de un colegio católico, no quería saber más nada de la Doctrina Social de la Iglesia ni aprender de nadie que la usara como un instrumento de análisis.

El feminismo ahora era mi dogma (suena terrible, pero así lo era) y un magister en la Universidad de Chile, en Estudios de Género y Cultura, me había reafirmado la decisión de venir a Santiago. Quizás volvería con nuevos conocimientos que me ayudarían a hacer crecer a Proyecto Mujeres y la migración sería, más que eso, la aventura de estudios internacionales que siempre había querido. Yo no iba a migrar, yo iba a estudiar.

Hace tiempo que ya no hablaba con Maira cuando ya tenía los papeles casi listos. Ella estaba en sus cosas y yo en la mías, ocupándome de mis tareas finales y sintiendo la presión de que mi novio de hace cinco años ya había comprado su pasaje de ida (y solo de ida) para Santiago de Chile.

Era un alivio saber que al llegar ya tendría compañía, pero la migración me estaba respirando en la nuca, Marce. Aunque ni siquiera me había postulado aún al magister, sentía la premura en todos lados. El día que fui a Puerto La Cruz a legalizar mi título universitario, lloré mirando la luna. Mi corazón romántico se consolaba pensando que, a pesar de la distancia, esa iba a ser la misma luna que vería unos 4.500 km al sur.

Llegué a Santiago el 8 de junio de 2016, a pesar de que Maira me había advertido que no migrara en invierno. Me recibió mi novio, hoy mi esposo, en un departamento tipo estudio en el centro de la ciudad, y aunque no me aceptaron en el magister, al mes de haber llegado ya tenía trabajo. Se trataba de una agencia de publicidad que me dio la oportunidad de ser “Community manager” (aplicando lo que aprendí con el Instagram de Proyecto Mujeres) y me regaló a mis primeros amigos chilenos. Ellos, junto a mi esposo y el departamento tipo estudio, fueron testigos de mis durísimos primeros meses. Migrar no es fácil y yo me lo hacía más llevadero entre lágrimas, exceso de trabajo, madrugonazos y un montón de alcohol.

En mi primer lugar de trabajo, con los “cabros”.

Las anécdotas salvajes de Santiago son para otra historia, pero aquí viví mi segunda adolescencia. Siempre le estaré agradecida a esta ciudad por eso. La adolescencia es rebelde, como irse a Viña del Mar después del trabajo y volver tomada el día siguiente, pero también es vulnerable como la conchetumare.

Eso lo viví en ese momento, pero lo reconocí años después, cuando ya llorar era costumbre y la vida me cambió a una profesora por otra. Maira murió. Se suicidó más bien, cuando la vida en Maracaibo se hizo muy dura para su alma sensible. Yo, sin embargo, tuve la suerte de encontrar otra crespa divina que me serviría de guía, para idear, junto a ella, un segundo proyecto feminista: Fundación Mujeres Migrantes.

Hablar salva ¿no? Por eso lo hacemos. Hablar crea. Hablar, tener la capacidad del lenguaje, oral o escrito, es lo que nos diferencia de otros animales y los que nos ha mantenido como el máximo depredador. Hablar nos organiza, nos protege, nos une y nos salva.

Fundación Mujeres Migrantes nació de dos mujeres que hablando se sintieron salvadas y tenían que compartirlo con otras. Pamela, mi segunda guía crespa, chileno-venezolana divina además, tenía todo un aprendizaje en Trasformación Cultural y Biología del Conocer para poner al servicio de la dolorosa diáspora venezolana. Y yo… yo lo que quería era sentirme útil de nuevo. Pamela fue mi instrumento y yo desde entonces le soy tan útil como puedo. Iniciamos con conversatorios donde simplemente hablábamos de nuestras migraciones y no hemos sabido parar.

Este es un proyecto hermoso con expectativas de crecimiento. Más de doscientas mujeres migrantes han asistido a nuestras actividades y forman parte de nuestra importantísima red de apoyo. Nos basamos en la conversación como instrumento poderoso, pero sabemos y reconocemos que los vínculos que se van creando en los encuentros tejen las redes vitales que nos protegen en nuestros nuevos hogares.

Nuestra labor es reconocer las vulnerabilidades de la migración y reconstruir las redes que las apaciguan. Hablar – reconectar – reconocer – reconstruir. Hablamos para liberarnos en un espacio de contención donde conectamos con otras mujeres que han vivido lo mismo que nosotras. Allí reconocemos las vicisitudes de nuestra historia, y eso es importantísimo, porque solo reconociéndolas podemos actuar para enmendarlas, para nosotras y para otras.

Junto a Pamela Astudillo, en una actividad de Fundación Mujeres Migrantes.

Fue en los conversatorios de Mujeres Migrantes que me reconocí en mi segunda adolescencia. Fue allí que vi que “salía de carrete” para apaciguar el dolor y que era más vulnerable que nunca. Fue allí que vi que por años había anulado mis sentimientos porque tenía dolores muy antiguos bien guardados, que la migración ahora estaba removiendo. Fue allí que supe que nunca fui “estudiante internacional” y siempre fui migrante, aunque me doliera admitirlo, porque en el fondo sabía que no volvería. Fue allí que vi que yo necesitaba salir de Venezuela para escapar de una casa que, aunque era muy grande, me dejaba sin espacio. Fue escuchando mi propio relato, pero también el de muchas otras, que supe que migrar para mí había sido una decisión radical. Que no tenía más opción, que no tenía más espacio, y lo mismo pasó con ellas. Migrar así, sin fecha de retorno, siempre es para salvar el cuerpo o el alma. Siempre implica que no hay otra opción.

Por eso Maira quería migrar, por eso solo hablaba de volver a Santiago. Finalmente se encontró en la encrucijada y se le bloqueó el camino que la traía a nuestra fantasía. Pero aquí me puso, mi amiga brújula, y ahora la veo en cada crespa que me cruzo en la calle que, con su piel morena divina, disfruta el invierno santiaguino como si estuviera en Patanemo. Queda mucho por hacer aquí en Santiago y aunque no sé si me quede para siempre, hoy tengo un propósito, un marido, unas amigas que son mi guía, a mi hermana que me la traje, un perro, un par de grandes amigos y un enamoramiento que me pegaron par de años atrás que ni con cachetadas de realidad se quita: gracias Maira, gracias Santiago.

Maira