Imagine que es un ciudadano de origen español y que, por obra de una mágica máquina del tiempo, regresa a los días de Francisco Franco. ¿Sabiendo lo que sabe acerca de lo que pasó después de su muerte, tendría sentido que participara en la resistencia antifranquista? Vayamos a otro ejemplo, más cercano para los venezolanos. Suponga ahora que es un ciudadano peruano y que, por intermedio del mismo artefacto, regresa a los tiempos de Alberto Fujimori, digamos al año 1993. Conociendo que la transición a la democracia fue liderizada por Alejandro Toledo y que en 2019 sería detenido por cargos de corrupción ¿participaría igual en las movilizaciones contra Fujimori y en cualquier esfuerzo por promover un cambio en el país? En esta misma línea de conjeturas, aunque desconocemos cómo será el futuro, llegamos a la pregunta que nos interesa: ¿Es justificable la inacción y la ausencia de crítica hoy en Venezuela porque creamos que quienes van a sustituir a Nicolás Maduro son políticos con los cuales no nos identificamos?

Hace unos días un amigo chileno promovía a un artista de quien comenté que era una lástima que, con todo y su talento, apoyara al autoritarismo de Maduro. Su respuesta fue “¿Y qué quieres, que apoye al títere de Guaidó?”. He escuchado reacciones similares de personas del universo progresista internacional. Debido al caudal de evidencias, que incluyen a más de 4 millones de venezolanos huyendo del hambre y la represión en su país, se ha convertido en “políticamente incorrecto” apoyar públicamente al bolivarianismo con el entusiasmo de años anteriores. Quienes no optan por el silencio hacen el esfuerzo de argumentar que quienes sustituirán al chavismo, luego de su definitivo declive, son genéticamente peores. Y por tanto, en virtud de conservar una imaginaria e inexistente pureza, la estrategia política hoy para Venezuela es, sencillamente, no hacer nada para promover un cambio en el estado de cosas. La razón es que cualquier cambio será beneficioso no para la identidad política que comparto, sino para cualquier otra diferente a la mía.

Se pueden decir muchas cosas sobre el método miope y egocéntrico de análisis que aún conserva un sector de la izquierda internacional sobre Venezuela, o su absoluta ausencia de empatía con el sufrimiento real y concreto de millones de venezolanos. Sin embargo, queremos detenernos en dos dimensiones. La primera es que la principal responsabilidad de la alergia antiprogresista hoy mayoritaria en la opinión pública local es, precisamente, de la negativa de la izquierda internacional en cuestionar el progresivo desvío autoritario de Hugo Chávez primero, y la dictadura de Nicolás Maduro después. Por ello, para cualquier persona menor de 30 años en Venezuela la izquierda dejó de ser el referente de la virtud en política. Más bien, todo lo contrario.

En segundo lugar sobre la noción que el futuro ya está escrito para Venezuela, que no habría nada que hacer para revertir la previsible ola de conservadurismo que vendrá. La crisis terminal del bolivarianismo pudiera durar varios años. Además, sigue siendo un terreno en disputa la certeza de cuál será el sector que encabezará la transición política en el país. Salvo Juan Guaidó, el resto del liderazgo político opositor sigue teniendo más porcentaje de rechazo que de aceptación en la población electoralmente activa, lo cual es un escenario favorable para la aparición de un outsider ante la eclosión y fragmentación de los partidos políticos tradicionales, que hoy carecen de una estrategia unificada. De hecho, muchos analistas coinciden que son sus características “antipolíticas”, es decir no atribuibles a la estrategia e ideología del partido político del cual forma parte, las que explicarían su súbita popularidad –incluso hay quien lo ha comparado con Hugo Chávez-. Hoy existen tantas posibilidades que el siguiente primer mandatario venezolano sea alguien perteneciente a la clase política tradicional o un liderazgo emergente. Así que la historia, o cualquier cosa que entendamos por ella, se está escribiendo con la tinta de muchos protagonistas, que desde una perspectiva que jerarquiza la acción de los movimientos de base no son únicamente los dirigentes políticos.

“En la mayoría de los casos –afirma el reciente informe del Alto Comisionado de Naciones Unidas por los Derechos Humanos encabezado por la socialista Michelle Bachelet- se sometió a las mujeres y los hombres detenidos a una o más formas de tortura o trato o pena cruel, inhumana o degradante, como la aplicación de corriente eléctrica, asfixia con bolsas de plástico, simulacros de ahogamiento, palizas, violencias sexuales, privación de agua y comida, posturas forzadas y exposición a temperaturas extremas”. ¿Desde cuándo una persona que se califica a sí misma como de “izquierda” no tiene una opinión sobre la aplicación de tortura a personas detenidas por razones políticas? ¿Debemos tolerar que la defensa de principios sea según convenga por personas que se promueven a sí mismas como termómetro moral entre el bien y el mal?

Venezuela significa hoy muchos desafíos, no sólo para el movimiento social local plural, diverso y mayoritario que hoy desea regresar a la democracia, sino también para quienes desde diferentes partes del mundo siguen afirmando que están comprometidos con los valores de justicia social, libertad y no discriminación.