Todos se estaban yendo. Mis amigos, compañeros del trabajo, el novio de alguien, la mamá del vecino, la señora del abasto. A donde fuera que mirase, el tema entre mis conocidos en el 2017 era el mismo: emigrar. Las protestas antigubernamentales de principios de año y la crisis nacional empujaron a muchísimos venezolanos a hacer maletas y huir. La sensación de que no había esperanzas y nada más que hacer en el país era muy grande, todavía lo recuerdo. 

Sí, fue un año de muchas despedidas. En este momento perdí la cuenta. Una de las que más me dolió fue la de Mariana cuando se fue a cumplir sus sueños de estudiar fotografía en Nueva York. Mi profesora, tutora, amiga, hermana elegida. 

Todos se estaban yendo y yo quedaba en Caracas como testigo de que la vida siempre continua, pero el vacío que dejaban quienes se habían ido se iba haciendo cada vez más grande. En los lugares donde ya no estaban, en las risas que ya no se escuchaban, en el abrazo que ya no nos podíamos dar.

Cuando Mariana vino de visita a Venezuela a finales de 2017, las dos teníamos la misma inquietud: queríamos contar una historia de nuestro país. Ella desde la fotografía y yo desde el periodismo. Y el tema para nosotras era obvio: la migración de venezolanos. Queríamos contar eso que muchos estaban viviendo y que los afectaba, de alguna forma u otra. Pero entre tanto que se estaba diciendo, ¿qué podíamos decir nosotras de diferente? 

Lo primero que se nos ocurrió fue acompañar a algún migrante en su trayecto por tierra desde Venezuela al sur más sur del continente. Pero ni siquiera juntando nuestros ingresos lográbamos tener el dinero suficiente para empezar un proyecto personal de esa magnitud. Tampoco teníamos tiempo suficiente porque yo cumplía horario en una redacción y Mariana no estaría mucho tiempo en Caracas. 

Pasamos días pensando, lanzando propuestas, descartando temas. Y en una de esas charlas, un amigo soltó una frase que hizo eco: “Se dice mucho de lo que se va, pero poco de lo que se queda”. Y nos permitimos voltear un poco la mirada: “¿Qué pasa con la gente que se queda? ¿Qué pasa con el espacio que dejan quienes se van?”. Ese día Mariana y yo hablamos hasta tarde, dándole vueltas a ese concepto y ella me decía cómo su cuarto no había cambiado nada desde que se fue… Y todo tuvo sentido.

Así nació “Los cuartos vacíos de la migración venezolana”: contaríamos el éxodo masivo de venezolanos a través de las habitaciones de quienes se han ido, lo que dejaban atrás y la voz de la persona que se quedaba en Venezuela. 

Ambas también nos veíamos reflejadas: ella, migrante, dejando su vida atrás. Yo, en el país, viendo partir a los que quería. Los dos lados de la historia que estábamos viviendo. 

Eso que a veces es difícil de conseguir, en este caso no pasó: nos sobraban testimonios. Entre Mariana y yo conocíamos a unas cuantas personas con familiares migrantes dispuestos a abrirnos las puertas de sus casas. El amigo del amigo, la vecina, el novio de la prima de alguien. Cualquiera nos servía. Lo fácil de encontrar cuartos vacíos nos daba una dimensión de lo que estaba ocurriendo en el país. 

Y empezamos a visitar cuartos. Sin ningún tipo de expectativa, sin saber qué íbamos a encontrar. Y descubrimos que ahí, entre cuatro paredes vacías, también había historias importantes que contar. 

Mariana volvió a Estados Unidos y el proyecto quedó en pausa, al menos hasta 2018. Pero creíamos que era un tema con mucho potencial para dejarlo en la gaveta, en la lista de cosas que haces solo porque quieres. 

Y una oportunidad de oro tocó a nuestras puertas: The New York Times había abierto la convocatoria a una revisión de portafolio. Postulamos y todavía me acuerdo del día en que ella me pasó la captura del correo: habíamos sido seleccionadas entre un grupo de más de 2000 trabajos. 

¿Qué hicimos? Más cuartos vacíos. 

Mariana volvió a Venezuela a principios de 2018 y continuamos la búsqueda de las habitaciones, ahora pensando en qué nos faltaba, qué historia había que retratar, qué lugar de Caracas había que cubrir. Llenar los huecos que nos habíamos permitido dejar cuando empezamos el proyecto. 

Al día hacíamos dos o tres cuartos. Nos gustaba tomarnos nuestro tiempo, para hablar y fotografiar todo lo necesario. Y sin decirlo en voz alta, cuando salíamos de una casa y nos montábamos en el carro, ambas lo sabíamos: teníamos una historia poderosa. 

La revisión del portafolio de The New York Times fueron dos días a la velocidad de la luz, de mostrarle el proyecto a todos los ojos de editores que quisieran verlo. Recibiendo críticas, respuestas vagas o miradas de interés pero sin ninguna conclusión. Hasta que, en un momento de receso, el editor de Lens Blog de New York Times le dedicó tres minutos de su tiempo, le echó una rápida ojeada a las 15 fotos impresas y dijo un “Nos interesa”.

Mariana solo me llamó para decirme que les había gustado nuestro proyecto. Ahora era en serio: nos iban a publicar. 

De entre todos los lugares u objetos que podíamos escoger, pensamos que las habitaciones pueden llegar a ser de las expresiones más personales de los seres humanos. Un espacio que cada uno hace suyo, a su medida, que se vuelve el lugar de momentos especiales y el baúl de recuerdos de la vida. 

Todo lo que ahí existe no lo puedes meter en una maleta para atravesar el mapa. Pero este espacio existe, a pesar de la ausencia. Y alguien que todavía los vive con dolor, nostalgia y el recuerdo. 

Visitar ese lugar que los migrantes habían dejado nos permitió conocer cómo eran sus ocupantes por medio de sus pertenencias. El color en las paredes, las fotos pegadas en la pared, los libros favoritos, los afiches de cantantes de rock. 

La habitación de Jorge Badra todavía estaba como la había dejado cuando decidió montarse en un avión con destino a España. Las sábanas seguían tendidas, los libros estaban en el mismo lugar de la estantería y algunos papeles seguían desordenados en el escritorio. A su madre Elisa Martínez, inmigrante cubana a quien se le repitió la historia con el mayor de sus hijos, vive con el corazón dividido. “Es lo último que yo hubiera querido para mis hijos. No vuelves a tener estabilidad porque se desmiembra la familia”.

José Ángel Uribe tiene 25 años y vive solo en una casa de tres habitaciones, pero no por decisión: su madre y su padrastro emigraron. Aunque se mudó a la habitación principal, todo sigue igual: en una esquina quedaron las imágenes y estampillas religiosas que su madre recopiló por años en el coro de la iglesia. 

Margarita Martín vio a sus nietos crecer desde la distancia: sus dos hijos emigraron, uno a España y otra a Guatemala. 

Alexandra Sucre se mudó de habitación después de que su hermana partiera a Argentina. 

Gustavo Pérez era el único miembro de su familia que seguía en el país. 

Nolberto Contreras y Grasibel Blanco abandonaron su hogar cuando sus hijos dejaron Venezuela con destino a Chile: era doloroso estar con tantos cuartos vacíos. “Nosotros le hicimos esta casa y ellos se fueron”.

Mariana Vincenti, la fotógrafa que emigra y al visitar a sus padres, ve en el espejo de su cuarto la lista de cosas por hacer de hace un año que seguía ahí… como si el tiempo no hubiera pasado. 

Cuartos intactos, ocupados por otra persona, que sirven como depósito. 

No hay cifras oficiales, pero la Oficina Internacional de Migraciones (OIM) de la Organización de Naciones Unidas dice que más de cinco millones de venezolanos han abandonado el país.

¿Hay algún venezolano que no conozca un cuarto vacío? ¿Se imaginan cinco millones de cuartos vacíos? ¿Se imaginan una ciudad entera con tanto silencio? ¿Se imaginan un país?

Texto por Valeria Pedicini (@valeriapedicini)
Fotografías por Mariana Vicenti (@mariana_vicenti)