Me fui de Venezuela hace casi cinco años; tomé esta decisión cuando entendí que no quería pasar mi juventud allí. Esto lo entendí en el 2014, cuando el descontento social general desató una de las muchas olas de protestas que tuvieron lugar en Venezuela en las últimas décadas, y mi conjunto residencial se vio envuelto en una zona de guerra entre los protestantes de la oposición y la Guardia Nacional. 

Un día los militares lanzaron una bomba lacrimógena que entró por la ventana de la sala de mi casa y en ese momento, cuando me encontraba encerrada en el baño, simplemente lo decidí ¿Qué clase de vida tendría en un país donde los militares nos disparan a nuestras propias casas? 

En ese entonces yo estudiaba segundo año de Derecho. Yo quería contribuir al cambio en mi país, quería formar parte de una nueva propuesta, pero mientras más entendía lo que estudiaba, más me convencía de que no habría un cambio pronto y yo necesitaba vivir mi juventud, además, siempre había querido viajar y vivir en el extranjero. Extrañamente, esa desesperanza me hizo sentir libre. 

Mi primera experiencia en Panamá

En el primer país que visité, Panamá.

Gracias a mi hermano y a los últimos cupos de CADIVI llegué a Panamá, como muchos, a buscar trabajo en restaurantes y después de haber conseguido uno, nació en mí una pasión por brindar experiencias.

Era tan dedicada, prolija y atenta, que una vez una pareja de clientes frecuentes me preguntaron sobre mi historia y me dieron una propina que me cambió la vida: 400 dólares americanos. Ellos me dijeron: “buy something that changes your life” (cómprate algo que te cambie la vida), AND HELL I DID (Y POR SUPUESTO QUE LO HICE). Compré mi primera mochila de viajes y un ticket a un archipiélago caribeño. 

Busqué voluntariados en hostales, caminé por horas para llegar a las playas que quería visitar sin pagar transporte, me llené con las experiencias de otros viajeros, viví con sólo dos comidas al día. Mi prioridad sólo era viajar, lo más lejos y más barato posible. 

Mientras más ahorras más viajas. Te quedas en casas de amigos, acampas, trabajas, vives viajando, y así fui país por país desde México hasta Chile, haciendo familias por todas partes del continente, cambiando fotos por dinero, haciendo trabajos temporales. 

Cada amigo que te consigues en el camino es una puerta abierta, como ese amigo que me hospedó y me dio trabajo en una bodega en Costa Rica. Como la señora que me dejó montar mi carpa en su patio en Nicaragua, porque soy mujer y estaba sola. 

Como el amigo que conocí en la Patagonia y me llevó a su humilde casa de campo a conocer a su mamá y a pasearme por las playas de su infancia… No hay un día que no agradezca por la bondad que hay en el mundo y cómo la gente me ha ayudado a estar a salvo en todo momento. 

Esta vez, de nuevo, sentí desesperanza.

Hace poco más de dos años estaba viajando por Chile con mi ex novio y nos quedamos sin dinero, pero esta vez no fue como ninguna de las otras veces, esta vez, de nuevo, sentí desesperanza. Habían pasado tres años de aventuras locas por Latinoamérica, y aún no tenía ni siquiera una manera sostenible para viajar, durante estos tres años sólo había viajado por lapsos de tiempo cortos y aunque eso sea mucho para algunos, a mí me quedó pequeño.

Todo parecía indicarme que era momento de sentar cabeza y estabilizarme, así que inicié mis trámites migratorios, busqué un trabajo de oficina y viví el primer invierno de mi vida. Así fue como aprendí que en Chile viajar trabajando es sustentable. Un día, scrolling on Facebook, encontré un post que marcó un antes y un después en mi vida: alrededor de 30 vacantes para trabajar en el Parque Nacional Torres del Paine. Yo nunca había añadido algo tan grande a mi currículum, nunca había estado tan conectada con la naturaleza, tampoco había vivido con mis compañeros de trabajo o había hecho trekking, pero apliqué, y me fui a trabajar con ellos. 

Para llegar a mi trabajo tenía que caminar en la montaña por tres horas y media, y tan solo ese primer trayecto me cambió por dentro. Hay algo muy terapéutico en caminar en medio de la naturaleza, escuchar los árboles, tus pasos, y pensar. Cuando estás ante un paisaje tan hermoso, realmente sólo quieres agradecer por todo lo que fue y lo que no fue.  

En el desierto de Perú, en las ruinas de la antigua ciudad de Chan Chan.

A pesar de esto, la etapa de la estabilidad tarde o temprano llegaría, y en Julio de 2019 decidí mudarme de forma definitiva a Santiago, no tuve mayores percances, todo fue relativamente fácil. Encontré la oportunidad de formalizar mi experiencia en el rubro en un restaurante trendy de la ciudad, comencé a cuidar más de mi misma, a ir a terapia, a tener estabilidad, y hasta me compré un televisor grandísimo para ver series. Estoy conforme con esto y lo mejor es que ese fuego de emoción sigue vivo dentro de mí.

Creo que lo que más me gusta de ser migrante es esa capacidad que tengo para adaptarme al cambio, para reinventarme y resolver. A todos nos toca, tarde o temprano, por suerte para mí, mis viajes me enseñaron a mantenerme en modo supervivencia. Incluso durante la emergencia del Covid-19, luego de un mes en cuarentena, emprendí un pequeño negocio de comidas y postres en mi comunidad para mantenerme ocupada y generar dinero.

Lo que menos me gusta de ser migrante y, sobre todo, de haber emigrado tan joven, es que siento que todo esto me arrancó un pedazo de mi identidad, a veces me pregunto ¿Quién soy realmente? ¿Lo que era en Venezuela o lo que soy aquí? ¿Lo que recuerda mi familia o lo que ve mi círculo actual? ¿Es todo siquiera como lo recuerdo? 

Supongo que ni cinco años o una docena de países te hacen entender el cambio que emigrar genera en nuestra raíz. El vacío de tener lejos a quienes te vieron crecer o a quienes crecieron contigo, los detalles pequeños que suelen pasar desapercibidos: canciones, olores, sonidos, sensaciones, todo lo que una vez nos definió y, ahora, se amontona con esta nueva persona que somos luego de emigrar y que sigue creciendo cada día.

Pero como dice nuestro comediante Laureano Márquez: el único plan B es echarle bolas al plan A.